Maruxa se ahoga en chapapote

Maruxa

Volvía Maruxa a su casa, el Teatro de la Zarzuela, casi 47 años después. Fue en este Teatro donde se estrenó en 1914 cuando su compositor, Amadeo Vives, era director artístico de la Zarzuela. Y volvía por todo lo alto. Al entrar nos esperaba el sonido de una gaita que va creando el ambiente propicio para escuchar la que, según su director musical, José Miguel Pérez-Sierra, “es una gran ópera española de su tiempo, y aún más, es una gran ópera europea de su tiempo. Vives, siguiendo la estela de Puccini, utiliza el folclore como ambientación, pero con una orquestación completamente centroeuropea, entre las tradiciones alemana y francesa”.

Cuando Daniel Bianco, director del Teatro de la Zarzuela, encargó a Paco Azorín, que se hiciera cargo de la escenografía de Maruxa, este le pidió poder hacer lo que quisiera. Y, desde luego, ha hecho lo que ha querido.

Con la excusa, cierta, de que el libreto de Luis Pascual Frutos es más que lamentable, de pasajes tan naif que no superan al más infantil de los cuentos, Azorín se ha permitido construir una nueva historia. Ha querido hacer un homenaje a Galicia y ha adornado esta Maruxa con versos de Rosalía de Castro y la danza elegante y viva de María Cabeza de Vaca, que encarna el personaje de Galicia como diosa. Ha sabido crear una atmósfera de misterio y meigas creando un bosque de cortinas vaporosas llenas de movimiento y bruma sobre un suelo de pizarra. Todo ello potenciado con una acertada iluminación de Pedro Yagüe.

Pero llegó la segunda parte y con ella ese “hacer lo que yo quiera”. Sobre una batería de imágenes de la catástrofe del Urquiola ocurrida en los años setenta, apareció el coro, eso sí, en una actuación memorable, vestidos con los monos de los voluntarios que limpiaron el chapapote derramado por el Prestige. Una extraña mezcla de acontecimientos vinculados intencionalmente y metidos con calzador que generó cierta perplejidad en parte del público. El resultado final era extraño por lo forzado del nuevo argumento.  Solo sirvió para restar protagonismo a una obra y, sobre todo, a una música que merece toda la atención.

La dirección de José Miguel Pérez-Sierra es muy sólida. Perfecto conocedor de la partitura y del carácter de la obra, mantuvo la tensión de principio a fin y sacó lo mejor de un foso que suena cada vez con más rotundidad y solvencia.

El quinteto vocal estuvo bastante equilibrado. Esta obra es de una extraordinaria exigencia vocal, tanto en la técnica, como en el volumen suficiente para rivalizar con garantías con una potente orquesta. Sobresalió por sus cualidades vocales y su presencia escénica, el barítono Simón Orfila, en el papel de Rufo.

A gran altura brillaron también la pareja de protagonistas Maite Alberola (algo pasada de volumen vocal), como Maruxa y Rodrigo Esteves, en un notable Pablo.

Carlos Fidalgo interpretó a un convincente Antonio y Svetla Krasteva sustituyó en el personaje de Rosa a una indispuesta Ekaterina Metlova.

Curiosa Maruxa que no hay que perderse si se quiere opinar de primera mano. Una versión, la de Paco Azorín, para amantes de la música de Amadeo Vives pero, sobre todo, para amantes del teatro.