«Hacer teatro es querer romper la rutina de lo cotidiano, cuestionarse la violencia entendida como normalidad, sensibilizar a la comunidad sobre los problemas de la condición humana que las leyes no pueden solucionar, confirmar que el mundo puede ser mejor«. (Gérard Mortier, “Dramaturgia de una pasión”, AKAL, 2009)
La ópera representa, como ningún otro arte, el mundo de las pasiones. Los más grandes compositores o intérpretes han tenido siempre seguidores tan fieles como lo han sido sus detractores. Gérard Mortier (Gante 1943 – Bruselas 2014), también grande, vivió y trabajó la ópera con extremada pasión y se mantuvo lejos de esa indiferencia en la que solo los mediocres habitan.
Su figura como intendente teatral trascendió cuando convirtió a La Monnaie de Bruselas, un teatro de cuarta, en uno de los más importantes y vanguardistas de Europa, y en el que rebajó considerablemente la media de edad de su público habitual. Le siguió la dirección del Festival de Salzburgo, en el que sustituyó a Herbert von Karajan y donde empezaron a tomar cuerpo sus polémicas producciones. Mortier, que no tenía la diplomacia entre sus cualidades, solía dar a veces un martillazo en el techo. Hecho el primer agujero, así, a martillazos, destilaba por él la genialidad que su profundo conocimiento musical e intelectual elaboraban.
Aunque exquisito en sus formas, cierta falta de delicadeza en algunos comentarios al llegar a España, aumentaron el número de sus detractores. Su preferencia, mal entendida, por la excelencia en lugar de la nacionalidad de los artistas, provocaron algún mal entendido con cantantes españoles, a pesar de haber contribuido al despegue internacional de alguna carrera patria. También sabía como encender al público, a veces con razón, pues no ha sido oro todo lo que ha relucido. Pero lejos de afectarle, el cuerpo a cuerpo y las malas críticas le alimentaban. Nada le gustaba más que un duelo dialéctico e intelectual.
Mortier asistía a sus ruedas de prensa y conferencias con el magisterio de un profesor y el magnetismo de un filósofo. Exponía su visión metafísica del arte y la argumentaba copiosamente, con la convicción del maestro que trata de transmitir a sus alumnos la ciencia que él conoce y sus consecuencias. Una tarea ciclópea en una sociedad esclerotizada hasta la médula de la cultura. Pero su semilla ha prendido, como quedó de manifiesto en su última participación en “Enfoques” de Tristan und Isolde, donde la mitad de los espectadores que hacían cola para escucharle, tuvieron que quedarse fuera por falta de espacio.
Para Gérard Mortier, la ópera era un conjunto artístico multidisciplinar. Nadie como él supo relacionar y presentar sobre un escenario música, literatura, pintura, escenografía, danza… Y nadie como él practicaba la alquimia con los más grandes artistas para llevar a cabo colaboraciones cuyos resultados, artísticos e intelectuales, sirvieron para elevar la ópera y acercarla a la idea wagneriana del «Arte total».
Tenía la idea de que la ópera debía ser un elemento que planteara reflexiones y discusiones a la sociedad. Que no fuera un simple divertimento, sino un canal intelectual importante al alcance y participación de todos, abriendo los teatros de óperas a nuevos públicos.
La trascendencia que Mortier ha tenido en la vida cultural de Madrid quizá empiece a verse a partir de ahora, cuando parte del público empiece a no conformarse con clásicos de repertorio, acostumbrados, muchos, a ir más allá. A exprimir la belleza de la ópera con la intensidad que ya sabemos que existe.
El Teatro Real nunca antes había estado en el lugar en el que Mortier lo ha dejado situado, independientemente de las opiniones de cada uno. Tiene ahora la tarea, difícil, de al menos mantenerlo. Y aún está a tiempo de despedir a Gerard Mortier con la elegancia que no tuvo cuando le destituyó como director.
Le echaremos de menos todos, sus seguidores y, sobre todo, sus detractores, esos que ya no podrán batirse en duelo más que con su recuerdo.
Gracias, Monsieur…