Una ópera barroca es siempre un acontecimiento. Primero, y tratándose de Alcina, por la excelencia de su música. Y segundo por las escasas oportunidades que tenemos de disfrutarlas.
Se puede decir que Alcina fue el producto final tras la mala relación de dos genios de la música del barroco. Haendel como compositor que era entonces director en el Royal Academy of Music (1720-1728), con sede en el King´s Theatre, y el contratenor Senesino como intérprete de la mayoría de sus composiciones.
En 1734 las diferencias entre ambos se acentúan y deciden separarse. El compositor se marcha del King´s Theatre, para instalarse en el Covent Garden, y Senesino comienza a trabajar para un nuevo compositor italiano, Nicola Porpora, fundando en el King´s Theatre la nueva compañía “Opera of the Nobility” (Ópera de la Nobleza).
Esta nueva situación empresarial suponía un duelo operístico entre los antiguos colaboradores. Haendel sentía la obligación de crear una obra con capacidad de competir con su rival en el Londres de la época. Y es aquí donde aparece nuestra protagonista, Alcina.
El gusto por la mitología más extravagante que se producía en la época de su composición, llevó a Haendel a fijarse en un libreto anónimo, basado en L´isola d´Alcina de Riccardo Broschi, basado a su vez en los Cantos VI y VII del poema épico Orlando Furioso (1516) de Ludovico Ariosto. Un cuento en el que la hechicera Alcina convierte en animales o rocas a sus antiguos amantes.
Alcina ha estado durante mucho tiempo condenada injustamente a permanecer fuera de los repertorios habituales. Acusada de “irrepresentable” y por supuestas dificultades para la teatralización de un endiablado libreto donde la interrelación de los personajes casi obliga al espectador a utilizar una guía de quién es quién.
Esta producción de la Ópera de Burdeos se compone de distintas vertientes a tener en cuenta. La primera, y más importante, la extraordinaria música de Haendel. Una obra maestra del barroco únicamente superada por Julio César. Es esta la principal razón por la que no se entienda que el público no termine de llenar el teatro o, incluso, lo abandone en alguno de los dos descansos de los que ha constado. Pero tal vez encontremos más adelante la explicación a esta imperiosa necesidad de cenar.
La propuesta escénica de David Alden está inspirada en la película de Woody Allen, La Rosa Púrpura del Cairo. Bajo la idea del teatro dentro del teatro, Alden descubre la clave fantástica de la obra. Como dos caras de la misma moneda nos presenta el sueño y la realidad. Tal vez por eso Alcina canta su primer aria detrás del telón.
Desde el mundo de los sueños, de la fantasía. Es en ese momento cuando empieza el cuento. Un decadente teatro y la entrada a los palcos, son los escenarios principales de la obra.
A pesar de este derroche de genialidad de David Alden, la propuesta escénica no termina de llegar al público. Resulta excesivamente estática en algunos casos y en otros falta de ritmo y de equilibrio. Hay momentos en los que la desconexión entre música y escena es evidente. La leve iluminación de Simon Mills sabe llenar de luz los pequeños detalles, pero oscurece situaciones que precisan de más brillo. Se echa de menos un libro de claves, no solo para identificar a los personajes, también para saber el significado de algunas escenas.
La impresión general es que, quizá, el Teatro Real le viene un poco grande a esta producción. Pero a quien le viene grande de verdad ha sido a algunos de los componentes de este segundo reparto.
María José Moreno da vida a una Morgana aguda y alegre. Interpretando sus principales arias con destreza y haciendo gala de cualidades casi pirotécnicas en el “Tornari a vagghegiar”. Sus agudos y ligereza dieron brillo a su impecable interpretación.
Sofia Soloviy ha sido una Alcina muy solvente, sobre todo en la interpretación. Su elegante línea de canto nos regaló una Alcina con cierta apariencia aristocrática.
José María Lo Monaco, como Ruggiero, no pasó de ser agradable. Su “Verdi prati” del segundo acto estuvo lleno de emotividad.
El resto del reparto no tuvo su noche. A Angélique Noldus apenas se la podía escuchar y Johannes Weisser, como Melisso, hizo sufrir a los espectadores en alguna de sus intervenciones. Lo mismo les ocurrió a Anthony Gregory y Franceca Lombardi Mazzulli. Parecía no salirles a veces la voz del cuello.
Un gran teatro no deber permitir el sufrimiento de algunos cantantes en escena. Tampoco el de algunos espectadores que pagan el mismo precio por escuchar a primeras figuras.
La dirección orquestal de Cristopher Moulds fue un bálsamo. Demostró como se puede llegar a un sonido barroco sin necesidad de instrumentos de época. Acompañó siempre a cada instrumento de la Orquesta y a cada cantante en el escenario y siempre sonriendo. Hay que resaltar a los músicos que interpretaron desde el escenario, Eva Jornet y Melodi Roig, flautas de pico. Victor Ardelean, violín y un magistral Simon Veis al violonchelo.
Texto: Paloma Sanz
Fotografías: JAvier del Real
Vídeos: Teatro Real
ALCINA
Georg Friedrich Händel
D. musical: Christopher Moulds
D. escena: David Alden
Escenógrafo y figurinista: Gideon Davey
Iluminación: Simon Mills
Coreógrafa: Beate Vollack
Reparto: Sofia Soloviy, María José Moreno, José María Lo Monaco, Angélique Noldus, Johannes Weisser, Anthony Gregory, Francesca Lombardi Mazzulli.
Orquesta Titular del Teatro Real