








Escenas líricas en tres actos y siete cuadros
Música de Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893)
Libreto de Konstantín S. Shilovski, basado en la novela homónima en verso de Aleksandr S. Pushkin (1831)
D. Musical: Gustavo Gimeno
D. Escena: Christof Loy
Escenografía: Raimund Orfeo Voigt
Vestuario: Herbert Murauer
Iluminación: Olaf Winter
Coreografía: Andreas Heise
D. Coro: José Luis Basso
Reaprto: Kristina Mkhitaryan, Victoria Karkacheva, Iurii Samoilov, Bogdan Volkov, Katarina Dalayman, Elena Zilio, Maxim Kuzmin-Karavaev, Frederic Jost y Juan Sancho
Orquets y Coro Titulares del Teatro Real
Teatro Real de Madrid, 3 de febrero de 2025
“Pretenden que Oneguin no es una obra escénica… ¡A mí me dan grima los efectos teatrales! […] Quiero en el escenario a seres humanos, y no a títeres… No quiero reyes, ni revoluciones, ni dioses, ni marchas. En una palabra, ¡no quiero nada de los atributos habituales de la grand ópera! Necesito un drama íntimo y profundo, basado en situaciones y en conflictos vividos por mí mismo o que he podido observar o que me puedan conmover…”
Con estas palabras, dirigidas por carta a uno de sus amigos, trataba Chaikovski de explicar cómo quería que fuera su nuevo proyecto. No tenía buena opinión de la ópera que se componía tanto en Rusia como en Italia o Alemania, le parecía superficial, pero aunque en ese momento su carrera empezaba a tener cierto éxito, no se sentía cómodo dentro de los convencionalismos que marcaban las composiciones operísticas de la época. Su propósito era escribir una obra no apta para los grandes escenarios.
Comenzó entonces eligiendo la historia. Nada menos que la obra literaria rusa más famosa hasta el momento, la novela homónima en verso de Pushkin. Escoge 7 escenas del libro para desarrollar la historia y los personajes, y le pone el sobretítulo de Escenas líricas en tres actos y siete cuadros.
Chaikovski estaba decidido a prescindir de cantantes profesionales y escenografías opulentas. Quería una representación sincera, que reflejara las emociones en profundidad y cantantes capaces de transmitir sencillez y naturalidad.
La primera versión fue estrenada en 1879 por estudiantes del conservatorio, pero a pesar de los esfuerzos del compositor, la obra tuvo un gran éxito y pronto levantó el interés de las grandes casas de ópera. El estreno con profesionales llegará en 1881 en el Teatro Bolshói.
Chaikovski siempre presenta a sus personajes femeninos atormentados por la dificultad de expresar sus afectos y deseos inconfesables. Parecen estar siempre bajo la amenaza del rechazo o el abandono. Esto refleja, a modo de metáfora, su propia situación personal. Debido a la opresiva sociedad de la época, no podía mostrar abiertamente su homosexualidad. Solo a través de sus composiciones, en especial de esta ópera, pudo esxpresar libremente sus sentimientos más íntimos y contradicciones sociales.
La ópera comienza con el llamado tema de Tatiana, unos acordes que describen el carácter de la obra, marcan el curso de los acontecimientos y de un destino que, por mucho que quieran sus protagonistas, no cambiará. La partitura consigue una profundidad excepcional generando atmósferas cargadas de sentimientos. Y lo consigue con una sencilla orquestación, sin grandes artificios. Utiliza una especie de leitmotiv que más que identificar personajes, señalan momentos dramáticos, expresados delicada y magistralmente por las cuerdas y los vientos madera. Nada en la partitura está escrito al azar. Cada personaje tiene su motivo musical que aparece a lo largo de la obra, describiendo perfectamente las sombras y ambigüedades de cada protagonista.
Otro quiebro a los convencionalismos operísticos y que da también una pista sobre el triste desarrollo de los acontecimientos es la asignación de roles de los personajes y el emparejamiento vocal. El romántico e idealista Lenski, tenor, está emparejado con la bulliciosa y soñadora Olga, mezzosoprano. La otra extraña pareja está formada por la ingenua Tatiana, soprano y Oneguin, un personaje oscuro, vividor y superficial, interpretado por un barítono. Un intercambio de roles vocales que demuestra que ambas historias de amor están condenadas al fracaso.
Chaikovski escribió una obra diferente para la que tampoco quería un coro convencional. Su movimiento en escena no debía ser uniforme, como era habitual en la grand ópera. Buscaba en todos los elementos la esencia humana, no solo de los personajes, también en el rol que juega el coro y los bailarines en las distintas escenas. Quería que su comportamiento sobre el escenario fuera el más natural y espontáneo posible. En esta primera intervención del coro, el compositor utiliza la tradición de la liturgia ortodoxa, un miembro del coro lanza una frase y el resto responde.
A pesar del empeño del compositor para crear una obra de gran intimidad, sin grandes escenografías ni grandes efectos escénicos, Eugenio Oneguin se fue haciendo cada vez más grande, lo que le permitió demostrar que soportaba muy bien toda esa grandiosidad para la que no había sido escrita. como ha quedado demostrado en su amplia historia de representaciones.
En esta ocasión, el Teatro Real presenta una nueva producción, en colaboración con Den Norske Opera & Ballet de Oslo y el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, bajo la dirección escénica de Christof Loy, que ha querido volver al planteamiento inicial del compositor y ha propuesto una escenografía austera, despojada de cualquier artificio, que da más importancia a la psicología de los personajes y donde los protagonistas son, podríamos decir, las víctimas de Oneguin. Otra cosa es que Loy lo consiga.
La escenografía de Raimund Orfeo Voigt tiene dos partes bien diferenciadas. Los dos primeros actos, en los que hay tres bajadas de telón poco justificadas, la escena se desarrolla en el interior de la casa familiar, donde transcurren escenas domésticas y costumbristas protagonizadas por las cuatro protagonistas y un ardoroso y excitado servicio doméstico. En el tercer acto pareciera que han aprovechado la escenografía de Arabella, del propio Loy, que pudimos ver aquí recientemente. Un escenario con poca profundidad y de un blanco luminoso no apto para ojos sensibles. Tratando de expresar el universo psicológico, un tanto agobiante, del protagonista.
La partitura, de excepcional belleza melódica, que indica que Chaikovski ha sido el compositor ruso con más influencia occidental, ha estado interpretada en el foso por Gustavo Gimeno, que ha sabido establecer esa conexión, a menudo difícil, entre partitura y escenografía, sobre todo, teniendo en cuenta la variedad de dinámicas y motivos musicales, algunos particularmente destacables, como la polonesa o la escocesa. Supo además favorecer a los cantantes, sobre todo en las dos principales escenas de conjunto, cuando el escenario se convierte un caos de gente en movimiento. Gimeno ha delineado al frente de la orquesta los momentos más íntimos y delicados, como el aria de Lenski “Kuda Kuda”, o el hermoso y complicado cuarteto del primer acto entre los protagonistas.
Muy bien el coro, con grandes dotes interpretativas mientras cantaban en ruso, que no es poca cosa. Y sabiendo moverse en un escenario empequeñecido con aparente facilidad y armonía.
Es cierto que Chaikovski no necesitaba de grandes teatros para representar esta ópera, pero sí de grandes artistas. Y esta producción del Teatro Real, los tiene.
Al frente del elenco de cantantes de ha estado la soprano rusa Kristina Mkhitaryan, como Tatiana, que supo manejar con técnica la variedad de sentimientos que desbordan al personaje, sobre todo en la extensa aria de la carta, una de las más hermosas del repertorio operístico. Su voz potente y bien timbrada, hizo gala de un fraseo impecable y elegante. Muy bien en la parte interpretativa, tanto en la adolescente soñadora, como la perfecta aristócrata al final de la obra.
El barítono ucraniano Iurii Samoilov estuvo encargado de dar vida al protagonista Oneguin. Demostró tener unas capacidades actorales innegables, creando un personaje altivo, chulesco y hastiado que reflejó perfectamente ese perfil tan habitual en la literatura rusa. Posee un hermoso y cálido timbre, al que dotó del desgarro que sufría el personaje en los momentos más intensos.
La otra pareja estaba formada por la mezzosoprano rusa Victoria Karkacheva, en el siempre ingrato rol de Olga, la hermana pequeña y algo díscola de Tatiana. Su personaje no es vocalmente fácil, exige unos graves poderosos que Karkacheva demostró tener. Bien también en la parte interpretativa, tan importante en esta producción.
Su compañero sobre el escenario Lenski, estuvo a cargo de Bogdan Volkov. Otro de los más aplaudidos gracias a la delicadeza y el buen gusto en la interpretación de la ya mencionada “Kuda Kuda”. Su personaje, un hombre leal, tímido y cuidadoso de sus principios, estuvo muy bien elaborado por el tenor ucraniano.
Katarina Dalayman ha sido Larina, en una más que correcta interpretación de la madre de ambas protagonistas. Al igual que la veterana Elena Zilio, que interpreta magníficamente la tata Filipievna. A sus 84 años, supo dotar al personaje de toda la personalidad que atesora. Un buen ejemplo de cómo aprovechar la experiencia y las características vocales e interpretativas de algunos cantantes. Esperemos que cunda el ejemplo.
El siempre atractivo rol de príncipe Gremin, gracias a su hermosa aria del tercer acto, fue para el bajo ruso Maxim Kuzmin-Karavaev que, a pesar del buen gusto en la interpretación, no consiguió rematar su aria con los graves que le exige.
Muy buena impresión dejó el sevillano Juan Sancho como Triquet. Su breve intervención estuvo llena de musicalidad y marcando la diferencia con esa aria que demuestra la potente influencia francesa en el compositor.
El resultado de esta producción del Real ha gustado a un público que abandonaba el teatro fascinado con los elementos más importantes, la música y las voces.
Texto: Paloma Sanz
Fotografías: Javier del Real / Teatro Real