Había programado el Teatro Real para finalizar la temporada su ya tradicional ópera con Plácido Domingo. Se trataba de Gianni Shicchi, de Giacomo Puccini, que junto con Goyescas, del maestro Granados, formarían conjuntamente el cartel de este fin de curso. La dolorosa muerte de la hermana de Domingo, y la comicidad con la que la obra de Puccini se refiere a la muerte, han llevado al ahora barítono a suspender su participación en dicha obra. En su lugar, y como solo hacen los más grandes, Domingo ofreció un pequeño concierto en el descanso de ambas obras.
El resultado final es un variado programa operístico, difícil de casar, donde el protagonismo y el éxito pertenecieron a Plácido Domingo en una velada anómala, no es frecuente encontrar un programa semejante.
La velada comenzó con Goyescas. La obra de Granados estuvo muy bien dirigida por un Guillermo García Calvo que supo delinear perfectamente una obra diferente. Compuesta al revés, como dice el propio director, ya que primero fue la música y sobre ella se fue escribiendo la letra.
La semiescenificación, pobretona por la oscuridad del escenario que aparecía desangelado, contribuyó al tedio en el que cayó la obra desde los primeros compases. La actitud de los cantantes sobre el escenario, a excepción de Ana Ibarra, tampoco ayudó demasiado a la expresividad. Solo la música quedó a salvo.
La soprano María Bayo, que hacía tiempo no escuchábamos en el Real, despachó el personaje con oficio y rigor. Andeka Gorrotxategi y César San Martín quedaron a menudo ocultos tras el coro y la orquesta. Sobre todo el primero.
Tras Goyescas llegó Él, Plácido Domingo. Precedido de una gran ovación nada más poner pie en escena, ofreció un breve recital. “Nemico della patria”, de Andrea Chénier de Giordano; “Pietà, rispetto, amore” de Macbeth de Verdi y “Madamigella Valery”, de La traviata con una extraordinaria Maite Alberola. El concierto se completó con “Sia qualunque delle figlie”, de La Cenerentola de Rossini a cargo de Brunó Praticó, cuya voz cascada le sentaba bien al personaje. Y Luis Cansino que interpretó “L´Onore” de Falstaff con una gracia que gustó a un público ya entregado. Las ya tradicionales apariciones anuales de Domingo en el Teatro Real, aumentan cada vez más su carga de emociones. No sorprende que el maestro quisiera tener esta “pequeña” aparición en escena. La energía y cariño de su público, tan necesaria en esos día, seguro que mereció la pena.
El último plato de la noche era el Gianni Schicchi de Giacomo Puccini. La escenografía diseñada por Woody Allen era muy vistosa. Una abigarrada vivienda, más propia del sur de Italia que de la Venecia donde se desarrolla, pero a la que no le faltaba ni un solo detalle. Muy cinematográfica, como no podía ser de otra manera. Empezaba incluso con una gran pantalla donde aparecían los títulos de crédito. La poderosa música de Puccini, leída como nadie desde el foso por Giuliano Carella, creaban una atmósfera de película italiana propia de los años 50.
El cuadro de cantantes, muy numeroso en esta obra, se desenvolvían con soltura y comicidad por el ajetreado y colmado escenario. El papel de Nicola Alaimo no era fácil. No lo es sustituir a Plácido Domingo en el papel de Schicchi, pero lo resolvió con acierto y voz poderosa. Aunque pareciera más joven que su propia hija sobre el escenario.
El resto de personajes, Maite Alberola, una Lauretta pícara y refrescante, Elena Zilio, Albert Casals, Vicente Ombuena, Bruno Praticò, Eliana Bayón, Luis Cansino, María José Suarez, Francisco Santiago, Tomeu Bibiloni, Valeriano Lanchas, Federico de Michelis, Francisco Crespo, Darío Barón y El muerto, Gabi Nicolás, terminaron de imprimir el carácter cómico a la obra de manera magistral. Una muy acertada teatralización y dirección de actores. Todos perfectamente desordenados en ese escenario puramente napolitano que hizo las delicias de un público que comenzó la noche con aburrimiento, la continuó con emoción y la terminó con un vistoso entretenimiento. ¿Quién da más?