Una Doña Francisquita llena de contradicciones
Doña Francisquita
Amadeo Vives (1871-1932)
Comedia lírica en tres actos
Libreto de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw, inspirado en
La discreta enamorada de Lope de Vega. En una adaptación de Lluis Pascual.
Teatro de la Zarzuela Madrid 14 de mayo de 2019
D. musical: Oliver Díaz
D. escena: Lluis Pascual
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar
Iluminación: Pascal Mérat
Coreografía: Nuria Castejón
Diseño audiovisual: Celeste Carrasco
Orquesta de la Comunidad de Madrid Titular del Teatro
Coro Titular del Teatro de la Zarzuela, Director: Antonio Fauró
Rondalla Lírica de MAdrid “MAnuel Gil”, Director: Enrique García Requena
Reparto: Sabina Puértolas, Ismael Jordi, Ana Ibarra, Viçent Esteve, María José Suarez,
Santos Ariño, Antonio Torres, Graciela Moncloa, Mathew Loren Crawford,
Francisco José Prado, ALicia Martínez, Francisco Javier Alonso
Con la colaboración especial de Lucero Tena y Gonzalo de Castro
Esta nueva producción de Doña Francisquita del Teatro de la Zarzuela me ha sorprendido y desconcertado. No he entendido nada, no hay diálogos, apenas escenografía, un narrador me distrae e interrumpe constantemente justo en los momentos más arrebatadores de la obra y, sin embargo, pocas veces salgo tan estimulada de una representación. No, no entiendo nada.También sirve para darse cuenta de lo turbador que puede llegar a ser la ausencia de diálogos y escenografía en una obra como esta. Como dice Lluis Pascual, una Bohéme puede ser cantada en versión concierto por los mejores cantantes, y no decir nada, o ser representada por los peores, y decirlo todo. A Doña Francisquita le ocurre algo parecido.Los tres actos en los que se divide la obra son completamente distintos, escénicamente hablando. El primero es aburrido y confuso, el segundo entretenido y lleno de romanticismo y el tercero, sublime.Lluis Pascual, hombre de teatro como ninguno, es el responsable de la puesta en escena y la adaptación del texto de esta nueva versión de Doña Francisquita. No es tarea fácil abordar, para modificar, una obra de referencia conocida desde su más tierna infancia. Y el resultado es realmente sorprendente. Queda a la elección del espectador en qué lado de la balanza pone su sorpresa.
Para justificar la adaptación del texto, Pascual alude al que, a su modo de ver, es el problema de la zarzuela: el libreto, y una manera de escribir e interpretar, que llega hasta los años 30 y que se llama “costumbrismo”. Un estilo teatral que ya nadie hace y, del que parece, se han perdido las claves para su interpretación, tanto desde el escenario, como desde el patio de butacas.
El primer acto es el más desconcertante. Se trata de un estudio de grabación de los años 30 en el que aparecen los cantantes y el coro como si de una versión de concierto se tratara. Falta la escenografía, que en este acto es fundamental para la comprensión de la obra. Tal vez sea esa la razón por la que los protagonistas parecen no hallarse sobre el escenario. Se pierde frescura en la interpretación, que queda en un segundo plano. Algunos de los momentos más líricos de este primer acto pierden toda su brillantez, como “la canción del ruiseñor”, interpretada por Sabina Puértolas, que queda bastante desdibujada.
Llegamos al segundo acto, situado en un plató de televisión en los años 60, de la mano del nuevo personaje que nos intenta guiar desde el principio, el narrador. El actor Gonzalo de Castro se encarga de dar vida a un nuevo rol, definido para tratar de introducir y explicar el argumento de la obra, a falta de diálogos. De Castro tiene un papel muy destacado, es brillante en lo suyo, pero su personaje no deja de cortar el ritmo. Aparece incluso para interrumpir los momentos en los que se había logrado la atmósfera más romántica y lírica. Creo que él mismo fue consciente de ello en algunos momentos.
El tercer acto nos lleva a una sala de ensayo actual y vacía. Con una inmensa pantalla al fondo sobre la que se proyectan imágenes de una Doña Francisquita rodada en 1934 por Hans Behrent, un director alemán que llegó a Barcelona, junto a otros cineastas, huyendo del nazismo. El nieto de uno de ellos, descubrió en el desván de su casa en Canadá, un baúl que contenía ocho películas grabadas por su abuelo. Siete de ellas estaban tan deterioradas que no se pudieron recuperar y solo se salvó una de ellas. Se trataba de Doña Francisquita. Las imágenes son de una gran belleza y evocadoras de aquel Madrid castizo y siempre dispuesto a la fiesta. Este tercer acto es el más emotivo, sobre todo, cuando apareció en escena Lucero Tena para tocar con “su pequeño instrumento”, las castañuelas, el fandango que después interpretó el cuerpo de baile. Tal vez este haya sido uno de los momentos más inolvidables de toda la temporada.
Todas las funciones están dedicadas a Alfredo Kraus en el 20 aniversario de su muerte. Con su recordado Fernando, Kraus reinauguró este Teatro en 1956 con esta misma obra.
La dirección musical, a cargo del titular del Teatro, Oliver Díaz, hizo grandes esfuerzos para encajar la música con lo que se estaba desarrollando sobre el escenario. Lo consiguió en gran medida, con una dirección enérgica, a veces algo excesiva en el volumen de sonido, pero siempre sabiendo acompañar a los cantantes en esta obra de grandes peculiaridades y difícil escritura orquestal, que hace que cada uno de sus números sean diferentes y con su propio estilo. Como dice Díaz, “Doña Francisquita es una sucesión de grandes éxitos”.
Una de las razones que hacen que esta Francisquita sea especial, a pesar de la desconexión de escena y música, es el cuadro de cantantes que intervienen en ella. Ismael Jordi aborda el dificilísimo y extenso rol de Fernando con la delicadeza y determinación que exige el personaje. Su voz ha ganado en densidad y amplitud. Ofreció uno de los momentos más románticamente líricos al interpretar su romanza “Por el humo…”, para la que se pidió el bis sin éxito. Su fraseo está bordado con elegancia y la línea de canto es exquisita.
Sabina Puértolas creó una Francisquita sofisticada y sin caer en ñoñerías. Su personaje fue de más a menos, tal vez contagiada por la falta de referencias escénicas. Su voz está llena de frescura y su línea de canto tersa y brillante. Su canción del ruiseñor quedó difuminada en ese perturbador primer acto.
La Aurora de Ana Ibarra fue el personaje de mayor personalidad sobre el escenario. Rotunda en la interpretación de esta Beltrana cuyos graves podían haber sido más intensos. Junto al Cardona de Vincenç Esteve, protagonizó el dúo del tercer acto. Ella, sobradamente castiza y brava, mientras Esteve rapeaba más que declamaba.
María José Suárez tiene un oficio y unas cualidades interpretativas que hacen que cualquier pequeño personaje se convierta en grande cuando ella lo viste. Eso hizo con su Doña Francisca. Es toda una garantía en cualquier producción lírica.
Otra garantía que aporta casticismo y personalidad a esta Francisquita, es la participación de Santos Ariño como Don Matías, y de Antonio Torres como Lorenzo Pérez. Saben estar y decir como se está y se dice una zarzuela.
Las coreografías elaboradas por Nuria Castejón, realizan una función casi balsámica para un público deseoso de conectar con la obra. Las imágenes que en directo se proyectan del cuerpo de baile sobre la gran pantalla, son de una plasticidad y estética notables.
Todos estos artistas, respaldados por el Coro Titular del Teatro de la Zarzuela, centran la obra y la llenan de referencias. Con ellos y la música del maestro Vives, se bastan y sobran para para dar vida a esta zarzuela. No hay que temer por nuestra lírica, es demasiado grande. Y el Teatro de la Zarzuela, su fortaleza.
Texto: Paloma Sanz
Fotografías: Javier del Real