Iphigenie

Iphigénie in Tauride: ¡Me vuelve al corazón la calma!»

La historia de la ópera, como toda la historia en general, está salpicada de momentos en los que se han producido cambios trascendentales. Cambios que han influido de manera determinante con posterioridad. Uno de esos momentos de inflexión son los estrenos de Orfeo y Euridice y de Iphigénie en Tauride, ambas obras de Gluck. Sobre ellas se asentó la denominada “Reforma” que se consolidó definitivamente con Iphigénie.
Este movimiento operístico planteaba la necesidad de otorgar más importancia al drama argumental que a otros elementos que hasta ese momento contaban con más peso, como eran la mayor o menor exuberancia escénica o el excesivo divismo y protagonismo de las voces. Se abogaba pues, por una ópera en la que todos los elementos, la música, la danza o la escenografía estuvieran al servicio de inspirar los más profundos sentimientos y reflexiones del público.

Iphigénie es una obra maestra. Es el compendio de las tradiciones marcadas por Haendel o Rameau y una herencia, en modo de influencias, en Mozart o Wagner. Es la revolución de las pasiones, de los más profundos sentimientos de dolor, de reencuentros y lealtades fraternales. Es, sin duda, la máxima expresión de la Tragedia Griega.
Iphigénie es una obra alejada de los convencionalismos del momento. En ella no se desarrollan los ya tradicionales enredos amorosos, no es una obra de acción si contiene el menor rasgo de humor. Está copada por arias de un gran dramatismo y austeridad, de una belleza y dignidad que no permiten pensar en la ausencia de ningún otro elemento, argumento o personaje. Cada instante del desarrollo de la obra atrapa por sí mismo con una fuerza que solo una música tan decididamente hermosa puede conseguir.

Una obra que se plantea sobre una tragedia familiar desbordante, donde un padre mata a su hija, la madre mata entonces al padre, el hijo venga a su padre matando a su madre y donde su hija se ve en la obligación de matar a ese hermano, ¿cuánta controversia interior puede llegar a provocar?
Así comienza esta obra. Con una música que de manera violenta y magistral refleja el desasosiego interior de Iphigénie.

La ópera gira en torno a dos ideas principales. Uno el abismo emocional de Iphigénie provocado por la traumática desaparición de su familia y la casi obligación de matar a su hermano pequeño. Por otro lado, la leal amistad de Pylades y Orestes que les lleva a estar dispuestos a sacrificarse el uno por el otro.
Sobre estas dos premisas tan dramáticas emocionalmente es sobre las que el escenógrafo canadiense Robert Carsen ha creado una escenografía, con algunos elementos evocadores de su recientemente celebrada Katia Kabanova. En esta ocasión ha creado un escenario de elocuente sobriedad. Todo es negro sobre el escenario. Unicamente los destellos de la espada con la que Iphigénie debe matar a su hermano, iluminan el escenario.
Una desnudez escénica tan elegantemente conseguida que cualquier otro elemento que hubiera aparecido habría sobrado o, cuanto menos, distraído. La sobriedad escénica refleja muy bien, a través de pequeños detalles, todo aquello que solo se encuentra en la atromentada mente de Iphigénie. Uno de los momentos con mayor carga dramática y brillantemente resueltos por Carsen, es el conocimiento por parte de Iphigénie de la muerte de sus padres. En ese momento, los nombres de éstos, Agamenon y Clitemestra, que aparecían escritos en la pared, son borrados mientras Iphigénie borra también el suyo en un trágico y doloroso simbolismo acompañado de un delicadísimo y estremecedor lamento.
Rober Carsen ha llevado con su escenografía a la consecución de las más acentuadas reflexiones utilizando para ello elementos modestos y en reducido número. Esta capacidad está solo al alcance de los mejores, de los Maestros.

El Director musical, Thomas Hengelbrock, consigue extraer de la Orquesta Titular del Teatro Real, menos acostumbrada a los clásicos, un sonido diáfano, elocuente y brillante. A la misma altura de la Orquesta se ha situado esta vez el Coro. No solo por su situación en el foso, sino por reforzar de forma tan delicada el dramatismo contenido y sobrio que flotaba en la sala.
Antes de iniciarse la representación, Mortier informa al público de los estragos que la gripe ha causado esos días entre los cantantes. Pero afortunadamente la gripe no ha podido, esta vez, con la profesionalidad del trio protafonista.
Susan Graham es la perfecta Iphigénie. Tras superar algún problema al inicio de la representación, nos regaló una voz potente y delicada, con unos pianos que transmitían a la perfección el dolor de una Iphigénie que sufre las pérdidas en los más profundo. Su capacidad dramática resulta conmovedora. Proporcionó momentos sublimes y fue una de las triunfadoras de la noche.
Plácido Domingo triunfó nuevamente ante su público. Se notaba en su voz las secuelas de la gripe y me temo que también las del tiempo. Pero su timbre continúa siendo uno de los más hermosos. Despliega una energía sobre el escenario dificil de igualar y ninguna exigencia escénica le amedrenta (no como a otros…).
Paul Groves interpretó con brillantez un Pylades que tuvo momentos magistrales en los dúos con Oreste y también en solitario. Con un muy buen fraseo y una voz potente y llena de matices y de sensibilidad.
Frank Ferrari fue el único que desentonó con el resto del reparto. Una voz apagada y sin brillo. Muy bien las jóvenes voces nacionales. Susana Cordón, Anna Alás i Jové y Maite Alberola. Ante unos protagonistas de tanta presencia vocal, su actuación, aunque breve, estuvo a mucha altura completando el elenco.

Por último, muy bien también la dirección de actores. Ante el aparente caos que se producía a veces sobre el escenario, todo estaba en su sitio, al tiempo que los actores realizaban movimientos perfectamente estudiados y coordinados que conseguían resultados de efecto y belleza. Todo ello, enfatizado por una sutil iluminación a cargo de Carsen y Peter van Praet, que sirve para engrandecer aún más alguno de los personajes y para acentuar este drama genial.

Christoph Willibald Gluck (1714-1787)
Tragedia Lírica en cuatro actos en lengua francesa.
Libreto de Nicolás-François Guillard, basado en las tragedias homónimas de Claude Guymond de la Touche (1757) y Eurípides (412 a.c.).
Estrenada en la Academia Royale de Musique de París el 18 de mayo de 1779.
Nueva producción del Teatro Real procedente de la Lyric Opera de Chicago, la Royal Opera House, Covent Garden de Londres y la San Francisco Opera.
D. musical: Thomas Hengelbrock
D. escena: Robert Carsen
Escenografía y figurines: Tobias Hoheisel
Iluminación: Robert Carsen, Peter van Praet
Coreografía: Philippe Giraudeau
D. Coro: Andrés Máspero
Susan Graham, Plácido Domingo
Paul Groves, Frank Ferrari, Maite Alberola
Teatro Real de Madrid

Críticas