Moses und Aron

Comienza la temporada y para empezar, una pista, un discreto pero evidente cartel situado en la parte posterior de una butaca, nos indica el lado de los pares y los impares. Las sospechas de la no presencia de personal de sala se confirman al ver al público buscando afanosamente sus localidades. Antes, en la entrada del Teatro, un numeroso grupo de trabajadores del mismo protestaba por los despidos realizados a principios de verano.

Ya en la sala, y ante la sorpresa de la orquesta e intérpretes que estaban en escena, una trabajadora leía un comunicado del comité de empresa en el que expresaban sus temores ante la posibilidad de nuevos despidos. Tras su parlamento, lleno de sensatez y educación, una lluvia de papeles con sus reivindicaciones eran lanzados desde palco y paraíso. Confiemos en el entendimiento y acuerdo entre la directiva del Teatro y los representantes de unos trabajadores considerados entre los mejores profesionales de Europa.

15 años han pasado ya desde la reapertura del Teatro Real, allá por 1997. El acierto de la nueva dirección ha sido la de programar, por primera vez en Madrid, y para celebrar dicho acontecimiento, una de las obras cumbres del siglo XX, Moses und Aron, de Arnold Schönberg.

Muchos son los elementos de análisis de una obra como esta, empezando porque es la representación judía de la religión, del mismo modo que San Francisco de Asís lo es del catolicismo.

René Leibowitz, alumno de Schömberg y buen conocedor de esta partitura, ya advertía sobre el dominio que requería la obra, tanto en la instrumentación, como en el tratamiento de las voces. Igualmente, al hacer referencia al texto, escrito por el propio Schönberg, “Dramáticamente (dice Leibowitz) la obra se enfrenta con uno de los problemas más angustiosos que existen: el conflicto entre la palabra y la acción, o, si se prefiere, el conflicto entre el hombre filósofo y el hombre de acción”.

Los papeles quedan así completamente definidos. El hombre filósofo, el dueño de la palabra, representado por Moisés, y el hombre de acción representado por Aarón.
Y es este el momento de hablar de las voces, o mejor aún, de la voz, la de Franz Grundheber, un Moisés grandioso, solo a la altura del mejor Fischer-Dieskau. En su papel declamado, el canto hablado de este Moisés es música en lo más extenso de la palabra. Y es que Grundheber no parece que recita, parece que canta, y como canta… envuelve. Su dramatización en algunos momentos era estremecedora, otorgando al personaje una fuerza y severidad sobrecogedoras. Lástima que no sea él el Wozzeck que veremos en junio.
En contraposición a Moisés, aparece el personaje de acción, Aarón. Un tenor de canto virtuoso. Muy buena interpretación la de Andreas Conrad, con un difícil papel en una amplia gama de sonidos que resuelve con brillantez y excelente proyección.
El resto de los once intérpretes estuvo a gran altura, especialmente Friedemann Röhlig.

Pero tal vez sea la partitura correspondiente al coro la que mayor complejidad tenga de toda la obra. Un mínimo de dos años de ensayo son los que necesita un coro para afrontar esta ópera. La obra exige tal nivel de detalle en su análisis y comprensión, que requiere ese mínimo de tiempo.
La dificultad se encuentra, sin duda, en la ejecución de los intervalos a seis y ocho voces. Sin olvidar el contrapunto, tan complejo como las fugas de Bach. Tal vez sea este uno de los motivos por los que se ha ofrecido esta ópera en versión concierto. Además de las cuestiones económicas. Y tal vez gracias a ello, se aprecien mejor elementos de la partitura que, de otro modo, podrían quedar difuminados.

La dirección de Sylvain Cambreling es brillante. Refleja su perfecto conocimiento de la obra en los
detalles, manifestado sobre todo en la sonoridad de las cuerdas, sobre todo los contrabajos con una partitura endemoniada. Una perfecta dirección de una gran Orquesta.

No es esta una obra fácil de escuchar. Requiere de una muy buena ejecución para apreciar en plenitud la partitura. Pero son muchos los elementos que tiene para seducir. Tal vez sea necesaria más de una escucha para poder apreciar tanto detalle, tantas direcciones a las que la música y el texto se dirigen. El propio Cambreling decía el día de su presentación que “el público interesado de verdad en la ópera, así como músicos y directores, deben enfrentarse en algún momento a esta ópera”.
Es una obra que exige al público un cierto esfuerzo y compromiso, pero si se hace, la recompensa es inmediata y permanente.

MOSES UND ARON
Arnold Schönberg (1874-1951)
7-9-12, Teatro Real
D. musical: Sylvain Cambreling
D. coro: Joshard Daus
Grundheber, Conrad, Winkel, Bill, Briend, Bridges,
Wolf, Röhlig, Persicke, Petrocenko.
EuropaChorAkademie
SWR Sinfonieorchester Baden-Baden-Freiburg

Poppea y Nerone

Era el año 1642, en el Teatro dei Santi Giovanni e Paolo de Venecia se estrenaba la última gran ópera de Monteverdi, L´incoronazione di Poppea. El libretista, Giovanni Francesco Busenello, y el propio Monteverdi, habían elaborado un guión atrevido para la época. Lleno de sensualidad y de críticas a la sociedad del momento y, de una manera más velada, a la iglesia y el papado. La obra ofrecía un elemento original que la distinguía del resto de composiciones operísticas. Era la primera vez en la que los personajes y acontecimientos eran reales, y no mitológicos.
Un genial Monteverdi, a sus 76 años, reflejaba y denunciaba en su obra la decadencia de una sociedad que se desmoronaba. El pensamiento humanista del Renacimiento se batía en retirada y quedaba reflejado en las ambiciosas luchas de poder, banalidad y frivolidad de sus personajes. Cuando Busenello reflejó la rivalidad entre la virtud, la fortuna y el amor para hacerse con la primacía entre los seres humanos, no imaginó que cuatro siglos más tarde tendría un perfecto encaje en los acontecimientos, nuevamente decadentes, de la sociedad actual.

Tal vez sea en este contexto en el que se muestre acertada la frase de Albert Einstein con la que da comienzo la obra y que se proyecta sobre el escenario:
“La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es solo una ilusión. El tiempo no es lo que parece, no fluye en una única dirección, y el futuro existe de forma simultánea con el pasado.”

OBRA ENIGMÁTICA

Es la obra de Monteverdi una de las más enigmáticas que existen en cuanto a los orígenes de su composición. A pesar de numerosos y eruditos estudios, aún no están claras las autorías de algunas de sus arias más conocidas, incluido el bellísimo duetto final “Pur ti miro, pur ti godo”, del que lo único que parece quedar claro es que no fue Monteverdi su compositor.

Existen dos partituras manuscritas de esta obra, el napolitano y el Veneciano. Probablemente ninguna de ellas terminada por Monteverdi. Con bastantes diferencias entre ellas, pero en ambas solamente se incluye la línea de canto y la línea de bajo continuo. Este hecho es el que obliga a realizar la armonía e instrumentalización cada vez que se interpreta.

En esta ocasión, y bajo el título de “Poppea e Nerone” el compositor Philipe Boesmns, que ha corregido una versión estrenada ya en 1989, respeta absolutamente la línea del bajo continuo que queda arropado, además, con la armonía del piano, clave, celesta, armonium, arpa, marimba y vibráfono. La curiosa mezcla de instrumentos aporta originalidad de color y ritmo, pero a veces la combinación sonora aleja de la partitura.

Sylvain Cambreling, director que cuenta con una especial habilidad y sensibilidad para extraer de sus orquestas las mayores sutilezas sonoras, vuelve a lograrlo en esta ocasión dirigiendo a la Klangfrum Wien, uno de los grupos de música contemporánea más importantes y que el director es buen conocedor, no en vano es uno de sus directores titulares.
Y para cerrar el círculo en torno a Mortier (que programa esta ópera apenas dos años después de la versión de William Christie), sólo nos falta el tercer elemento. Junto a Boesmns y Cambreling, no podía faltar su alter-ego escénico, Warlikowski.

Sitúa la escena en una especie de clase, o colegio mayor en la Alemania de los años 30. Para ello, utiliza la enorme caja escénica en todo su esplendor. Abierta, oscurecida y desangelada, con detalles significantes pero que solo es capaz de llenarse con las proyecciones, de gran belleza estética y muy acertadas, de Denis Guéguin. Las imágenes se reflejan sobre el fondo del inmenso escenario y aportan intensidad a escenas, detalles y personajes.
Las grabaciones, a tiempo real, eran simultaneadas con imágenes de grabaciones de películas de Leni Riefenstahl, cineasta alemana vinculada con el nazismo, lo que ayudaba a situar históricamente todo el entramado escénico.

Los personajes, incapaces de llenar el inmenso espacio, circulan por el proscenio al tiempo que una fila de figurantes transcurren en una especie de pasarela de obsesiones de Warlikowski. La más importante de estas obsesiones, la calculada ambigüedad sexual de sus personajes. La necesidad de travestirlos y desnudarlos, en ocasiones, de manera excéntrica. Pero se trata de Poppea, la ópera sexualmente más explícita y en la que se pueden hacer este tipo de concesiones.
Todo presentado tras un prólogo, un tanto presuntuoso, que trata de explicar al público, que no sabe ni entiende, la intención filosófica de la obra. Que pereza…

Al inicio de la representación se nos anuncia la enfermedad de Poppea, Nadja Michael, que participará por deferencia al público. Debe cantar siempre con fiebre, porque la diferencia no es sustancial. La mayor cualidad de su voz es la potente sonoridad.
La voz de Nerone, interpretada en esta ocasión por un tenor, al modo que se ha venido haciendo a lo largo del siglo XX, corre a cargo de Charles Castronovo. Construye un Nerone agresivo y lleno de soberbia, que resulta acertadamente antipático. Una voz potente y a veces oscura hacen al personaje particularmente convincente.
Un tristísimo Ottoe, interpretado por William Towers, no se apartaba de la boca del escenario, de otro modo habría sido imposible escucharle. Una voz plana, débil, y sin matices, acompañó a una Ottavia, María Ricarda Wesseling, a la que parece que contagió su desgana.
El ya familiar Willard White como Seneca, fue el más destacado de la noche. Sus tablas y profesionalidad le convierten en un valor seguro a la hora de afrontar casi cualquier personaje. La dificultad en los gravísimos no empañó el resto de la declamación de su personaje.

Pero sin duda, las voces más interesantes de la noche y las más aplaudidad fueron las de Ekaterina Siurina, como Drusilla, con una voz sonora y pulida. Menos mal que no le hicieron cantar mientras tenía que permanecer suspendida de unas anillas, como si de una atleta se tratase.

Muy bien José Manuel Zapata (un poco tirante), Juan Francisco Gatell, Gerardo López y Antonio Lozano. Sus buemas voces y oficio merecen más papeles en este Teatro.

Poppea e Nerone
Claudio Monteverdi (1567-1643)
Philippe Boesmans (1936)
L´incorinazione di Poppea con orquestación de Philippe Boesmans
Dramma in musica en un prólogo y tres actos
de Giovanni Francesco Busenello.
D. musical: Sylvain Cambreling
D. escena: Krzysztof Warlikowski
Iluminación: Felicd Ross
Coreógrafo: Claude Bardouil
Creador videográfico: Denis Guéguin
Dramaturgo: Christian Longchamp
Reparto: Michael, Castronovo, Wesswling, Towers, White, Siurina

Pelleas et Melisande

«Un día al anochecer la encontré llorando junto a un manantial, en el bosque donde me había perdido. No sé su edad, ni quién es, ni de dónde viene, y no me atrevo a interrogarla pues debe haber pasado un gran terror, y cuando se le pregunta qué le ha ocurrido, rompe a llorar de repente como un niño y solloza con tanto dolor que da miedo.» (Pelléas et Mélisande).

Pelléas et Mélisande de Claude Debussy, está basado en el drama homónimo de Maurice Maeterlinck, contemporáneo de Debussy, al que otorgó el permiso de trabajar con su obra. Seis largos años tardó Debussy en acabar la obra a la que, con ayuda del propio Maeterlinck, realizó profundos cortes en el libreto para adecuarla a una partitura atemperada.

El estreno en París de Pelléas et Mélisande en 1902, estuvo envuelto en no pocas dificultades. A causa de la discusión sobre quién interpretaría a Mélisande, Debussy y Maeterlinck llegaron a los tribunales. Una vez obtenida la razón, Debussy tuvo que hacer frente a una campaña de desprestigio que llegó hasta el propio día del estreno. Todos estos acontecimientos dividieron al público entre partidarios y detractores de la obra. A favor, por supuesto, los escritores simbolistas. Ante tanta expectación, las dieciocho representaciones de esa temporada fueron a teatro lleno, así como las de las temporadas posteriores. Pasando a ser una ópera de repertorio que, con el tiempo, ha ido encontrando su sitio, más cerca siempre de los amantes de la música que de los aficionados a la ópera más convencionales.

La obra, uno de los más claros ejemplos del simbolismo de la época, es, por supuesto, enigmática. Lo es en la música pero sobre todo lo son los personajes que solamente esbozan, sin llegar nunca a definir sus sentimientos.
La trama sólo sugiere los acontecimiento, tales como la muerte o el adulterio. Este último sin llegar nunca a concretarse. A priori no es una obra con la que se conecte fácilmente. Es una partitura llena de aparentes contradicciones. Transmite brillantez y oscuridad, alegría y melancolía, a veces parece que el enigma va a quedar resuelto y, de repente, se pierde. Siempre resulta oscilante.

Es una obra de una bellísima musicalidad, y la formidable dirección de Sylvain Cambreling, gran conocedor de la partitura, transmite con delicadeza el trasfondo de la obra de Maeterlinck.

La manera de cantar es silábica. No contiene arias, ni agudos, ni momentos virtuosos. Es casi un recitativo cantado levemente. Solo las distintas tesituras rompen la monotonía del fraseo constante, que recuerda los inicios de la ópera, aunque en esta ocasión, no acompañado de un continuo, sino de una elaborada partitura. Todos estos elementos hacen que Pelléas et Mélisande sea una música imposible de reproducir una vez escuchada.

La escenografía de Robert Wilson contiene elementos estéticos de una gran belleza y capacidad. El efecto inicial del bosque, el abismo del pozo o la gruta. Elementos todos ellos cargados de ese simbolismo que envuelve la obra y facilita el enigma y un ambiente delicadamente melancólico. Pero toda esta magia se resentía por los movimientos en escena de los personajes. Frida Parmeggiani ha creado unas figuras estáticas y lentas, casi indolentes que a veces rayaban en lo ridículo. Se producía entonces una desconexión entre la música y la escena que hacía difícil seguir el argumento.

Respecto a los cantantes, no resultan muy estimulantes en conjunto. La partitura para ellos no es muy exigente, tal vez por eso no tienen demasiadas dificultades para solventarlo. Camilla Tilling posee una voz cristalina como ya nos demostró en su ángel de San Francisco de Asis. En esta ocasión concuerda plenamente con el personaje inocente que representa Mélisande, pero su proyección es escasa, una voz demasiado pequeña que a veces queda totalmente ahogada por una orquesta que, si algo demostró, fue delicadeza y nunca estridencia.
El tenor francés Yann Beuron estuvo correcto en su interpretación. Supo dar forma al personaje pero sus agudos eran escasos, aunque sin llegar a falsearlos. Su voz, como la del resto del reparto, es pequeña y también tuvo sus dificultades para competir con la orquesta.
Laurent Naouri, como Golaud, fue el único que desplegó un poco de volumen. No tuvo demasiadas dificultades pues su personaje es bastante plano y, por suerte para él, no tiene demasiadas subidas.
Aunque no me gustan los niños, tampoco en escena, el pequeño Seraphin Kellener cumplió bien con su papel. Tener que cantar mientras realizas movimientos absurdos por el escenario no debe ser plato de gusto, y menos para un niño.

Aunque el público del Real está últimamente frío, especialmente en esta ópera, merece la pena asistir a una de sus representaciones y disfrutar, sobre todo, de la música.

Pelléas et Mélisande
Claude Debussy (1862-1918)
Drama lírico en cinco actos en francés
Nueva producción del Teatro Real procedente de la Ópera Nacional de París y del Festival de Salzburgo.
D. musical: Sylvain Cambreling
D. escena: Robert Wilson
Figurinista: Frida Parmeggiani
Yann Beuron, Laurent Neouri, Franz-Josef Selig, Seraphin Kellner,
Jena-Luc Ballestra, Camilla Tilling, Hilary Summers, Tomeu Biblioni

San Francisco de Asis

Muchos eran los retos a los que se enfrentaba el Teatro Real con la producción de Saint François d´Assise, única ópera del compositor Oliver Messiaen. Una obra monumental, en lo artístico y en lo musical. Un proyecto casi personal del director artístico Gerard Mortier que, en su primera temporada a cargo del Coliseo madrileño, ha tenido el empeño y la valentía de ofrecerlo por primera vez en Madrid.
Y el proyecto era realmente arriesgado. Una orquesta formada por más de 110 maestros; un coro de 130 voces; una cúpula de 22 toneladas, 13 metros de diámetro y 14 de altura con 14.000 fluorescentes; todo para acompañar a San Francisco de Asís en su camino de redención sobre un escenario que rodeaba a todos los elementos anteriores. Un San Francisco acompañado sobre el escenario únicamente por 6 hermanos franciscanos más, un leproso con su lepra a cuestas, y un ángel.

Resulta curioso, incluso extraño, encontrarse en un recinto diferente y escuchar la bienvenida habitual del Teatro Real y el ruego de desconectemos los teléfonos móviles. Pero cuando empieza la música, apenas hacen falta unos minutos para olvidar donde nos encontramos (y el molesto ronroneo inicial del aire acondicionado). Y es en ese momento cuando hace acto de presencia una música trascendental, que se desdobla, que trabaja los sentidos en distintos niveles y direcciones, que tira de ti para que no vuelvas a preguntar como un niño cuanto falta. En esa lucha interna de buenos y malos que se sostuvo la noche del estreno, se fueron aquellos menos permeables a la belleza de esta música (tras el segundo acto) y quedaron los que cedieron a las propiedades himnóticas que contiene esta partitura.

Oliver Messiaen, profundo católico, tardó ocho años en concluir esta composición. Su escaso agrado por la teatralidad, le llevó a concebir un libreto con apenas ocho personajes y con un desarrollo y evolución escénica extremadamente lenta. Pero es esa lentitud, junto con momentos musicales sublimes, como un solo de viola en el segundo acto, los que favorecen definitivamente la espiritualidad de la obra.

La gran cúpula, que va cambiando de color en una transición apenas perceptible, (tal vez sea porque la majestuosidad de la música hace que nada distraiga de ella, ni siquiera la cúpula) preside el escenario como símbolo de eternidad. Una eternidad hacia la que el Hermano Francisco se vuelve a menudo como deseo u objetivo.
A pesar de la majestuosidad de la cúpula, el escenario es austero en su composición, tan solo las pasarelas que rodean el coro y la orquesta vestidas de oscuridad. Los cambios de colores cupulares acompañaban los cambios musicales, con ese afán de Messiaen de otorgar un color a la música.

La orquesta tenía ante si una partitura compleja en su interpretación que el conocimiento experto del director musical, Sylvain Cambreling, supo dirigir y extraer los misteriosos matices que contiene. La ovación que el público le brindó a él y a la orquesta dejan bien claro la gran labor realizada esa noche. La utilización de instrumentos de distintos orígenes, sobre todo orientales, enriquecieron la paleta de sonidos dotándola de trascendente exotismo.

EL impresionante coro, compuesto por el Coro titular del Teatro Real y el Coro de la Generalitat Valenciana, tiene en esta obra de Messiaen una presencia muy notable. Brilló con luces propias (las velas les iluminaban con aire de cierto misterio). El tercer acto fue suyo y tuvo momentos muy elevados espiritualmente, como no podía ser de otro modo.

La gran ovación de la noche fue para el ángel, la joven soprano sueca Camila Tilling. Con una emisión clara, un sonido pulidísimo y extenso, de gran amplitud y sonoridad, azul como la luz que la acompañaba en sus intervenciones. Con un portamento bien apoyado. Decir también que el papel de ángel cuenta con la parte solista de mayor belleza y lucimiento.

San Francisco, interpretado por el barítono suizo Alejandro Marco-Buhrmester, que unos días antes del estreno reconocía la dificultad del papel, tuvo una actuación digna. Aunque la obra sea teatralmente pobre, podía haber hecho un poco más de esfuerzo en demostrar la sensibilidad que requiere esta interpretación. Parecía un bloque de hielo en el escenario. Recordarle que está interpretando a un San Francisco de Asís en el momento de su vida más trascendente y cercano a Dios.
Destacar la intervención del resto de los personajes. Wiard Witholt, como Hermano León. Tom Randle, como Hermano Maseo, que introdujo un poco de ritmo escénico. Gerhard Siegel, Hermano Elías. Vladimir Kapshuk, Hermano Silvestre. David Rubiera, Hermano Rufino y la profunda voz de Victor von Halem como Hermano Bernardo. El leproso, interpretado por Michael König, estuvo algo sobreactuado e histriónico dentro de la línea interpretativa general.

La gran jaula llena de palomas que se situaba en un lateral del escenario, ilustraba una de las facetas más importantes en la vida de Francisco de Asis. El profundo estudio del canto de los pájaros realizado por Messiaen, que además era ornitólogo, se ve reflejado en su música imitando cantos bellísimos y muy conseguidos.

Valorar muy gratamente la labor de todo el equipo del Teatro Real que, sin dejar de trabajar en todas las producciones que continuaban realizándose en el Teatro, (que no son pocas) ha sido capaz de organizar y desarrollar un trabajo impecable en un recinto nuevo, con una compleja producción en cuanto a material y personal, que ha conseguido crear un ambiente acogedor, agradable y lleno de efervescencia, dando al detalle todo tipo de servicios a un aforo de más de cuatro mil personas. De aquí a un festival de ópera estival en Madrid hay un solo paso. Mortier soñó su San Francisco en Madrid y aquí está. Con su permiso, me voy a soñar…

SAINT FRANÇOIS D’ASSISE
Olivier Messiaen
Teatro Real, Madrid
6 de julio, 2011-07-08
D. musical: Sylvain Cambreling
Coro titular del Teatro y Coro de La Comunidad Valenciana.
Orquesta titular del Teatro y SWR Sinfonierorchester Baden-Baden
Instalación: Emilia y Ilya Kabanov
D. escena: Giuseppe Frigeni
Reparto: Camila Tilling; Marco-Buhrmester; Michael König; Wiard Witholt; Tom Randle;
Gerhard Siegel; Victor von Halem; Vladimir Kapshuk; David Rubiera.

Críticas